Despois da edición, no 1970, do texto filosófico
Problemas del análisis del lenguaje moral, o poeta madrileño
José Hierro votou case trinta anos sen publicar nada novo. Ese silenzo apenas se viu roto pola aparición de
Agenda, no 91, e uns cantos poemas inéditos nunha antoloxía previa. Parecía que, coma Gil de Biedma, se impuxera dito silenzo ó crer que xa dixera todo canto estimara oportuno. Parecía, tamén coma Biedma, que se trataba dunha atitude irreversible. Sen embargo, en maio do 98 a editorial Hiperión publicou o seu
Cuaderno de Nueva York, no que o autor levaba cinco anos traballando. O libro axiña se convertiu nun éxito de crítica e público, e non é exaxerado calificalo coma un auténtico super-ventas no eido da poesía.
Coma indica a Marta López-Luaces, no seu artigo
Nueva York coma motivo de a ruptura estética en la poesía española, a poesía social de José Hierro recibe un novo enfoque no seu derradeiro libro; sen deixar de selo, o narrador-poeta asume, a xeito de medium, a voz primordial para indagar na torrencial realidade neoiorquina, entendida coma síntese dun mundo intemporal e turbulento.
Tal e coma se sinala no citado artigo: "
No Caderno de Nova York
as citas de Pound e os diferentes suxeitos poéticos van formando un universo onde a cidade é o espazo do desarraigo. A gran metáfora da cidade coma lugar no que se entrecruzan todos os tempos, fai posible que Hierro traiga suxeitos do pasado coma Beethoven, un home xudeu, sobrevivinte dos campos de exterminio ou outro home africano que mestura música ``primitiva´´ coas composicións de Bach, que conviven nos moitos tonos e realidades que é esta cidade."
É precisamente dese home xudeu, que atravesa a cidade e o tempo, camiño do bar sen saír do pasado, do que trata esta poema, no cal, a través dos seus ollos atónitos, nos asomamos a un mundo do que non pode sentirse partícipe porque foi expulsado del para sempre.
Cantando en Yiddish
I
He aprendido a no recordar.
Me asomo cada día al azogue del lago.
El agua – como la piedra o el oxígeno -
no tiene acá o allá, recuerdos o proyectos.
Tan sólo su piel muda
- según la inclinación del sol, más oro o cobre,
según las fases de la luna -
pero es siempre la misma carne intemporal.
He aprendido a no recordar.
Vine con nada apenas: un fósil
(tiene forma de corazón),
unas hojas rojizas de haya (Bucenwald,
disecadas entre las páginas de un libro).
Y paro de contar.
La image duplicada, narcisa,
que me contempla desde la superficie,
es siempre joven. No la erosionaron
ni pesadumbres, ni silencios, ni añoranzas.
Vive inmutable en su fanal,
en su escalofrío, en su burbuja transparente,
en su lágrima de cristal no sometida al tiempo.
Detrás de mi (y delante de mi, en la escena melliza)
pasa la caravana majestuosa de las nubes.
Borran en el azul las figuras trazadas
con dolor y con sombra. Todo se vuelve
luminoso y resplandeciente,
pues nada ha sucedido ni podrá suceder.
II
Sobre las páginas amarillas, arracadas
por los dedos del viento sur al bosque de noviembre,
suenan los pasos de mis compañeros
aterciopelados por el tapiz de oro marchito.
Están a mis espaldas,
y también ante mí en el relámpago del lago.
El agua - ¡siempre el agua! -,
compulsiva y purificadora,
difumina los surcos de los rostros
y misericordiosamente vela,
con su pátina piadosa,
el estaño de los cabellos. Y suenan los armónicos
de muchos días y de muchas noches,
de innumerables horas desandadas
hacia su fin, hacia su origen.
“Vámonos ya – me dicen – ensimismado:
empieza a atardecer”. Les obedezco.
Solidario, solitario, ajeno, marcho con ellos
por una dimensión diferente, liberada
de la servidumbre del tiempo.
Súbitamente, mágicamente, el lago
rasga la seda de sus aguas.
Nuestros pies chapotean en el limo verduzco,
pisan después en el asfalto.
Y atravesamos el desfiladero de acero y de cristal,
volúmenes impávidos
constelados de gotas de sudor
de la luna creciente, de los astros eléctricos.
Avanzamos, arañas al acecho,
sobre la red de calles y avenidas.
Palpita, parpadea la ciudad, incendiada de flores,
frutas, envases de cartón, latas, botellas vacías.
En los acuarios de los escaparates nadan
los maniquíes calvos y desnudos
o cubiertos de tules, linos, pieles
(¡salvad a los visones, a las chichillas, a los leopardos
reza un cartel, portado - igual que un estandarte -
por un hombre andrajoso).
III
Hemos llegado, como cada tarde,
al punto exacto en el que los indios
vendieron a los holandeses
su derecho de primogenitura
por treinta dólares de plata. ¿Que se fizieron,
vendedores y compradores?
Yerran hoy sus sombras tras los posters de Warhol,
o se ahogan en los espejos de Rothko,
inventor del silencio.
Porque reina el silencio
en esta calle. Y al trasponer la puerta,
el silencio resulta doloroso. (Una luz azulada
ilumina, lunar la mesa donde
un hombre sincero de donde crece la palma
cincelaba, tallaba, bruñía las palabras
más hermosas del español, las más recién nacidas
y las enfilaba en proclamas, esperanzas, nostalgias,
sin sospechar que redactaba su testamento
de muerte y esperanza cara al sol.)
El instante se ha congelado en noche o azabache.
Y – prodigio diário – una nieve
caída en otro cielo, en otro reino extraño,
colma los jarros, trae a nuestros labios
el amargor antiguo, desata nuestras lenguas.
Y ellos, mis compañeros, los supervivientes,
los que no tienen fuerzas para recordar,
hablan y ríen, hablan, hablan, hablan.
Yo escucho sus palabras, día a día.
Las escriben – siempre las mismas -
sobre su pergamino que ellos no ven.
Son el humus depositado – año tras año -
sobre un texto antiguo.
IV
“Yo alegraré tu corazón”, reza una leyenda
alrededor de la boca de un jarro de cerveza.
Mi mano, la del ensimismado, la del silencioso
que ha aprendido a no recordar,
vierte sobre el pergamino que ellos - ¿lo dije ya? - no ven,
el contenido de uno, dos, tres, no se cuantos
jarros de cerveza. Y las palabras
que balbucean, o garrapatean, se disuelven,
emergen en el palimpsesto
los signos anegados, las palabras primeras
- raspadas, desvanecidas, espectrales -
que daban testimonio de sucesos,
crónicas desoladoras y sombras
que ya no quieren recordar,
que ya no saben descifrar.
Viejos, cegatos, acurrucados en la desmemoria
como el niño en los brazos de la madre,
no tienen fuerza para desafiar, para enfrentase
con los signos antiguos que relatan historias
de las que fuimos protagonistas y memoralistas.
Rescato ahora, desentierro ahora,
pasado medio siglo,
los signos desvaídos y resucitados. Dibujan
- ¡y con qué nitidez! -
filas interminables de niños, de mujeres, de viejos
hambrientos, esqueléticos, desamparados,
rebaños resignados, sacrificados funcionarialmente
en ara del dios Fuego. ¡Mein Gott!
Y zumba el canto salmodiano
en nuestra lengua cómplice.
Estaba todo aquí dormido bajo el texto evidente.
V
Me asfixiaría si ahora no cantase
el canto aquél. Me llegan con nitidez las notas
agazapadas en el pergamino. Las recupero.
Recupero sones, palabras olvidadas.
Me asfixiaría si no las cantase ahora.
Y alzo en mi mano el jarro de amargor
blanco y rubio, como si brindase a no sé qué.
Y canto con voz ronca -yo sé que desafinoante
el racimo de supervivientes, de sordos.
Canto yo, el mudo, el ensimismado,
el repentinamente loco y ebrio,
el que ha roto el silencio
por vez primera. Y nadie me acompaña.
Me contemplan perplejos.
Muevo el jarro a manera de batuta
como hacen los borrachos. Quiero que canten,
que me acompañen, que naden, que nademos,
sólo por esta vez, por el agua de sombra
que un día atravesamos.
No recuerdan el son ni las palabras
anegadas en el olvido.
Sonríen compasivos, comprensivos,
y no comprenden nada. Me contemplo
detrás de una cortina de silencio.
Silencio.
Un instante después
(como si nada hubiese sucedido)
reanudan la conversación,
reemprenden la tarea cicatrizadora
de restañar con palabras nuevas
las heridas antiguas.
Al fin, como si nada hubiese sucedido
(pero, ¿es que algo ha sucedido?) digo:
"Vámonos: es hora de volver a casa,
como todas las noches".
Sobre o lugar que percorren os protagonistas, anque algunhas das fotografías que ilustran este post foron tomadas no barrio onde reside a comunidade xasídica neoiorquina, Williamsburg, en Brooklyn, o espazo no que se desenrola a acción debe ser a illa de Manhattan. Penso que a lagoa na que se atopa o narrador ó principio debe ser a de Central Park, ata onde eu sei, a única que hai na cidade ou, cando menos, a única que hai no centro. Tendo en conta, ademáis, que foi esa illa a que os holandeses lle mercaron aos indios, se os protagonistas fan o percorrido andando é de supoñer que non saíran de moi lonxe.
Os versos "en otro cielo, en otro reino extraño" forman parte dunha rima de Lope de Vega ("En otro cielo, en otro reino extraño / mis trabajos se vieron en mi cara") co que Hierro encabeza outra das poesías do libro, "Espejo". As alusións a Lope son frecuentes.
Coma cada vez que aludo á Shoáh, antes de publicar nada xurdenme as mesas dúbidas. Posto que dende este blog sempre amosei as miñas simpatías cara Israel, sei que a parroquia xudeófoba estará expectante para poder sinalarme co dedo e acusarme de tentar xustificar o “xenocidio palestino” (sic), o imperialismo estadounidense e a morte de Chanquete. É unha forma tan burda coma outra calquera de tentar impedir que se fale do que nós, os europeos, lles fixemos a ese pobo. Sen embargo, si é a máis noxenta, ademáis de innecesaria: penso que se poden defender os dereitos e intereses dos palestinos sen acusar ó pobo xudeu de empregar a memoria da Shoáh con fins espúreos.
Votando a vista atrás, seguramente o acontecemento máis traumático do último século no noso país foron os acontecementos do verán do 36, e aínda é hoxe cando seguimos lembrandoo. E non por ser masoquistas, senón porque non pode entenderse coma son as cousas agora se descoñecemos aquelo polo que pasamos. Pregúntome como se sentirían tantos dos nosos paisanos (os de “están a facerlle aos palestinos o mesmo que lles fixeron”; cantas veces non oiréi iso á semana?) se alguén dixera (de feito, xa o din) que lembrarar aos mortos da Guerra Civil é unha mera treta para obter obxetivos políticos. A decir verdade, ignoro cantos galegos morreron neses días a mans das forzas feixistas. Máis, sen dúbidas, foron moitos menos dos seis millóns que pereceron a mans da burocracia nazi. Aparte, torturas, rapiña, violacións... tratar de imaxinalo, índa de xeito somero, xa é excesivo. A dor non é medible, é certo. Máis, se o fose, e quixéramos atopar unha que quedase fora de tódolos gráficos, habería que ir a buscala a Auschwitz. E, sen embargo, sobra xente que diga que manter viva a memoria da Shoáh é un intento de maquillar as políticas do Goberno de Israel.
Penso que se paga a pena lembrar a nosa Historia non é para recrearnos nela, a modo dunha Disneylandia chovinista (coma esa teima de pintarnos ao Mariscal Pardo de Cela coma un Braveheart patrio), senón para entender. Que apenas sesenta anos despóis sigan tan vixentes coma sempre os mesmos tópicos xudeófobos que serviron entón de coartada (dominan o mundo!, son conpiradores!) é motivo máis que suficiente para restaurar a memoria dunhas vítimas ás que esquencemos de novo cada vez que os repetimos.